La casa que habitaste
Ediciones Rialp, S.A., 2009

“En La casa que habitaste, Jorge de Arco nos muestra una casa pretérita y dura de cerrar, la atravesada por un río extenuado, la de los blancos silencios nocturnos, la de las delirantes auroras que ahora transita con zapatos de ceniza. Y se hace aciago el agravio comparativo del ayer: oler aún la desnuda ebriedad y el indomable deseo contra lo que hoy se es, encontrarnos frente a frente con nuestra propia imagen de entonces, más jóvenes y bellos, más desbordantes de vida.
Sólo, a veces, se despereza la consciencia y la esperanza de seguir adelante, de alimentar la sangre y la sed que aún palpitan, de volver a empezar, de renacer al día. Sólo hacia el final una mano de amor ayudará a dejar atrás esa puerta, una generosa mano que nos acompaña y nos recuerda nuestra sed, nuestra todavía fe.
El poemario, en su conjunto, es un dechado de lenguaje preciosista, con un tasado equilibrio entre evocación y genio creativo, entre léxica arqueología iluminada y audacia de imágenes desconocidas. Es, sin duda, uno de los mejores libros de su autor, capaz de construir la perfecta arquitectura de una obra de madurez y redención. La proverbial delicadeza de las maneras en que Jorge de Arco recorre caminos verdaderamente inesperados”.
YOLANDA CASTAÑO
HIJOS DEL ALBA
NUESTROS hijos no son los hijos del alba que soñamos,
ni en sus manos podrán
posarse nunca nuestros dedos,
ni en sus ojos cabrán las nubes nuestras,
las miradas de lenta nieve ardida
que tantas veces
imaginamos por entre sus párpados.
Llega una fecha en la que el tiempo antiguo
comienza
a podar los abrojos del recuerdo,
los granos de la culpa,
y el día se hace noche, luna negra.
Y no quedan excusas,
ni nada diferente
a la fiel mansedumbre que alivie el desconsuelo
de cuánto va el espíritu
diciendo del ayer y de nosotros.
De aquel diciembre
que puso en pie de amor
nuestra batalla,
de aquel invierno de aguacero,
de norias y de hogueras,
apenas si nos restan los pálidos paisajes
del desamparo.
Ahora, es el olvido resina,
dura condena que me desarropa
y me devuelve
a los andenes cálidos de tu risa y tu lengua,
al diluvio lustral de tu desnudo,
el jardín de tus muslos florecidos
Y es entonces, lo sabes, cuando el alma se impregna
de una escarcha tan triste
que vuelve condenados
los latidos, sin fin las madrugadas.
Dame nuestra verdad de cada hora,
le digo a la alborada,
nuestra sed más pretérita,
la casa que habitamos,
nuestra agua, nuestro vino,
regálanos de nuevo cuanto éramos.
Huérfanos del común destino
que anudó su mortaja
a la espiral de la melancolía,
deshago mi certeza y mi costumbre
y maldigo sin voz con cada lluvia,
con cada sol de estío,
la lenta levedad de estas cenizas,
el duelo de ser hombre y ser condena,
la inútil terquedad de haber amado,
de haber soñado un día
nacer sin corazón.